La gente le tiene miedo a las revoluciones y entiendo el por qué. Algunas triunfaron y después las degeneraron, otras prometían tanto y fracasaron. Hubo las que ofrecieron, vencieron y no cumplieron, las menos no prometieron nada y brindaron todo.

No se trata solo de fusiles y fusilados o de lazos y ahorcados. Una revolución es hacer el todo para que nada siga igual… ya sea en la política o la economía, en la cocina o en el jardín. Una visita al cine puede ser revolucionaria, un paseo por la playa también.

Revolucionario es aquel que reza sin promesa de paraíso o el decente que actúa sin pensar en el infierno. Revolucionario es el que se avienta a la piscina a nadar aunque no le guste el agua, es quien sabe que lo que quema no es el fuego, sino la imprudencia.

Hacer la guerra es de bravucones, hacer la revolución es de valientes. Bravucón es el que no cede porque tiene miedo de cambiar, valiente es el que cambia por temor a quedarse igual. La altanería no cabe en una revolución, la soberbia tampoco.

En la revolución se pinta con los colores del ciego y los sonidos del sordo, con el volar de los peces y el nadar de las aves. En la revolución el listo aprende y el bruto enseña, el esclavo habla y el amo actúa. Los olores se tocan y las texturas se huelen.

De todas las revoluciones, la que más temo iniciar es la que tiene que ver conmigo, contigo, con nosotros. Cambiar por la fuerza lo que se es para obtener lo que no se tiene es o un acto heroico o un suicidio… y las revoluciones solo triunfan cuando el revolucionario vive.

Amar algo, a alguien, a lo que sea, cuando se tiene la oportunidad, es subversivo y revolucionario. Porque en eso se parecen ambos, ni la revolución ni el amor son para los tibios.

 

 

 

En la imagen Nuevo Planeta (1921) de Konstantin Yuon