Para su antología sobre cine mexicano de la década del 70, el periodista Fabián de la Cruz Polanco empleó el subtítulo la década prodigiosa, no podría estar más de acuerdo con dicho calificativo ya que aquel decenio trajo al cine nacional historias que hacen el esfuerzo honesto de tocar con profundidad la experiencia humana.

El Castillo de la Pureza (1972) de Arturo Ripstein cumple con ese «canon setentero» de la expresión fílmica mexicana que se manifiesta en producciones como Canoa, Rojo Amanecer o Amor Libre. Inspirada en la aterradora historia de Rafael Pérez Hernández, un padre de familia que mantuvo en cautiverio durante casi dos décadas a su esposa e hijos, esta cinta nos manifiesta algunas de las dinámicas de los regímenes totalitarios.

En primera instancia no es necesario ser el conductor de una nación para ejercer con puño de hierro la dirección de un grupo social. Familias, comunidades, pueblos, empresas o escuelas pueden ser estructuras sociales en las que en nombre de la supervivencia, la perpetuidad o el éxito de dicho entramado de personas se entregue la voluntad y libertad individuales a un líder.

La prensa del status-quo suele presentar como ejemplos de estado autoritario a lo que denomina como dictaduras y nombran a Cuba, China o Corea del Norte como parte de ellas. Yéndonos más atrás en el tiempo podríamos incluir al bloque soviético.

La valía de esta obra, con guión del propio Ripstein en colaboración con José Emilio Pacheco, rompe con ese discurso de la hegemonía ya que no se centra en uno de esos líderes del tipo de Porfirio Díaz, Rafael Leónidas Trujillo, Francisco Franco o Iósif Stalin, que en afán de la gloria nacional ahorcaron a sus pueblos. El Castillo de la Pureza presenta a los dictadores de todos los días, los que están ahí, navegando sin que exista un escrutinio mediático que los confronte.

Gabriel Lima (Claudio Brook) es un fabricante de veneno para ratas que busca aislar a su familia de la perversión del mundo exterior para lograr su permanencia, aunque ello implique renunciar a él en buena parte. Al igual que el individuo en el que está inspirado este personaje, ha bautizado a sus hijos con nombres poco convencionales que son más  que nada una declaración de principios: Porvenir (Arturo Beristáin), Utopía (Diana Bracho) y Voluntad (Gladys Bermejo).

En la vida cotidiana tenemos millones de Gabrieles, caudillos autoproclamados que se asumen salvadores y bajo ese pretexto van por ahí cortando alas que impidan volar, pero todo por «nuestro bien». En la paternidad, que es un ejercicio de delicada práctica ya que hay que saber poner límites a los hijos sin caer en el autoritarismo del protagonista, nos solemos encontrar con ejemplos de estos aniquiladores de libertad.

Otro ejemplo de este tipo de líderes es el empresario de la sociedad capitalista. ¿Te recortan el sueldo o quitan prestaciones? Es por tu bien y de los demás porque de lo contrario la compañía puede perder y si pierde ella, perdemos todos. Así como los hijos de Gabriel Lima tenían derecho a una educación, que les fue negada por sus propios padres, los trabajadores tienen derechos que les son arrebatados todos los días bajo el slogan de «lo que es bueno para la empresa, es bueno para ti».

Quienes hayan vivido la elección presidencial del 2006 en México recordarán la campaña del Consejo Coordinador Empresarial persuadiendo de votar por Felipe Calderón y no por Andrés Manuel López Obrador. «Si gana este que no queremos que gane, a ti te va a ir mal porque a nosotros nos va a ir mal, por eso vota por el que te decimos».

Los economistas, en específico aquellos de corte más friedmaniano, y que tejen bajo parámetros técnicos el destino de las grandes masas de trabajadores en el mundo, pueden tomar a sus anchas decisiones que atentan contra el más óptimo desarrollo y bienestar de de esas muchedumbres pero se asumen como gendarmes del futuro sin saber en realidad el sentir de quienes son afectados por sus políticas. «Vamos a recortar el gasto público, te va a afectar, pero es por tu bien».

El capital es también un dictador en sí mismo, que estrangula poco a poco a sus fuentes de riqueza, la naturaleza y el ser humano; pero tal como el protagonista, hará hasta lo imposible para que no puedas huir de él, peor aún, te engaña bajo la premisa de que no necesitas nada de afuera y lo que hay más allá es peor.

Ahora, en la guerra ruso-ucraniana en curso, una parte amplia del mundo occidental (es decir, Unión Europea y E.E.U.U.) ha bloqueado canales como RT o Sputnik, impidiendo conocer a sus habitantes otra parte de los hechos. «Por tu bien no vas a enterarte de lo que dicen los rusos; los buenos, los que te cuidamos, somos nosotros».

Siete años después del lanzamiento de El Castillo de la Pureza, Roger Waters tocó el tema de los docentes autoritarios en su álbum The Wall, concretamente en Another Brick in the Wall, lo que nos remite a otro tipo de dictador, el académico. Aquel que está más interesado en que sus estudiantes absorban patrones de comportamiento y conocimientos sin cuestionar nada.

Los dictadores necesitan quien les implore su presencia, como Beatriz (Rita Macedo), esposa del protagonista.  También el miedo al autócrata y a vivir fuera de su esfera de influencia es un poderoso paralizador para evitar la organización y rebelión de los oprimidos, sin embargo a veces un evento inesperado puede derrumbar esos castillos en los que nos mantienen cautivos.

Arturo Ripstein construye un retrato efectivo, a pesar de su simpleza, de lo que es el poder autoritario. La lección es brutal, los dictadores son como las ratas que Gabriel Lima mataba como modus vivendi, están por todas partes.