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| La Madeleine à la veilleuse – Georges de La Tour |
Los domingos me resultan días melancólicos desde que era un niño, en realidad cada día de la semana desde infante me sabe distinto, pero nada exótico o extraordinario en comparación con lo que pueda vivir cualquier otro ser humano en un entorno similar.
Por ejemplo, aborrecía los lunes cuando era estudiante de primaria porque era la vuelta a la realidad de la escuela después de dos días de ausencia total de obligaciones. Extrañaba a mi familia, a mis juguetes y hasta la televisión, en aquellos noventa ya vivía yo una de las frases meme más emblemáticas de las actuales redes sociales de contenido filosófico: Tú no odias los lunes, tú odias al capitalismo.
Ingresé a la secundaria y mi aversión por ellos cambió ya que se volvieron los puntos temporales de encuentro con la niña que me gustaba. Después de dos días eternos (o tres si ella no había ido a clases el viernes) volvería a ver a ese ser de luz que cada que me dirigía la palabra, aún fuera para pedirme prestado un bolígrafo, cambiaba la perspectiva de todo.
Los jueves de mi infancia eran especiales, sobretodo por la noche, para el Ricardo de 6-8 años significaba que solo el viernes lo separaba de un fin de semana de juegos, cine y sobretodo regresar a casa de su mamá, el único lugar del mundo en el que se sentía en confianza de incluso pensar “este es mi hogar”. Ese sentimiento por el cuarto día de la semana no desapareció con el tiempo porque solo cambia el objeto de deseo del fin de semana: la cama para despertarme más tarde, un restaurante, un viaje corto, la sala de la casa para ver el futbol, algún bar, antro, discoteca, cafetería, librería, tienda de discos, etc.
Por su parte los viernes de la pubertad y adolescencia eran el clímax anímico de la semana, adiós escuela – hola amigos. Con los años esa dicotomía se transformó en adiós trabajo – hola escuela cuando estudié la maestría.
Martes, miércoles y sábado también han cambiado en cuanto a percepción dentro de mí, sin embargo el que parece inalterable es el domingo, día complicado y a la vez fantástico. Ya sea como espacio de recuperación de las antiguas resacas de la devastación sabatina o momento de introspección ataviado con ropa deportiva para quedarme en casa, los domingos no pierden su carácter de melancólicos para mí.
Sé que esa etiqueta tiene su origen con que, según recuerdo desde que tengo uso de razón, en domingo alrededor de las siete de la noche tenía que marcharme a casa de mi padre porque el autobús escolar allí me recogía para llevarme a la escuela y yo no volvía a ver a mi madre hasta el siguiente viernes por la noche. Ella era enfermera del turno nocturno y llegaba a casa cuando yo debía estar empezando a tomar clase.
Años después marcó el día de despedida de mis mejores amigos porque al no compartir escuela con ellos no los vería hasta el próximo fin de semana. Asimismo era el último día en que transmitían futbol y podía pasear por la ciudad.
Mínimo desde hace 15 años, aunque quizás sean más, la canción Goodbye Horses es la perfecta representación sonora de lo que estos días son para mí. Algo tiene esa pieza ochentera que es la síntesis perfecta de mi sentimiento por el día en que Dios descansó. Desconozco si habrá sido que cierta ocasión, en algún automóvil de mis padres o en un taxi sonó la melodía mientras yo tenía depre dominguera mirando por la ventana del vehículo, pero es buena hipótesis.
Ahora con el fenómeno mediático que es The Weekend he descubierto que Save your tears me emite la misma sensación que la canción de Q Lazzarus. ¿Será algo en la instrumentación sintética? Lo desconozco pero encaja perfecto con lo que me sabe este día, y no es que me ponga triste irremediable con la llegada del domingo, sino que hay algo en el aire, en la calle y el ambiente que hace que este día se sienta así, melancólico.
Sostengo por diversas razones no enunciadas aquí que el mejor día para emborracharse o perder el control de algún otro modo es precisamente el domingo, y si al día siguiente no hay labores de ningún tipo resulta muchísimo más placentero, sin embargo esa característica de festividad oculta del séptimo día tampoco borra la neblina de bilis negra de la atmósfera.
A pesar de la mala fama que le estoy haciendo, muchos de los mejores días de mi vida han sido domingos, que en sí no son tristes, simplemente diferentes. A veces necesitamos cierto grado de melancolía en la vida para concebir y llevar con mayor sabiduría todas las demás emociones.
PD. Conforme fui pensando sobre lo que implica el domingo en mi existencia, me hice a la tarea de hacer una lista de música para este día… y es lo que suena para mí cada semana.

