2020, año impredecible cortesía de un virus que al expandirse por el globo trajo incertidumbre a prácticamente cualquier ámbito social. En mi caso particular lo que deberían haber sido meses de gozo al poder alejarme del ajetreo presencial que implica lidiar presencialmente con gente latosa, derivó en otra clase de angustias y sentimientos complicados que, al final, se transformaron en un encuentro místico con la tradición indígena sudamericana, concretamente la amazónica y en una nueva manera de acercarme no solo al mundo, sino a mi mismo.

Para poder detallar mi encuentro con la Ayahuasca es preciso narrar mi contexto de las semanas previas a mi participación en esta ceremonia chamánica. En primera instancia he de confesar que el gran detonante de mi desencuentro emocional fue que, en palabras cursis tanto el cine como la televisión y la cultura pop en general llama a eso «romper el corazón». Sin embargo, el corazón lo tenía entero, lo que a mí me dolía es el estómago.

Cada que he pasado por una situación emocionalmente complicada a lo largo de mi vida, mi pecho se mantiene intacto, pero todo se va a la boca del estómago. Siento que me sacan las tripas y me rellenan la barriga con alguna variedad de nitrógeno o helio punzocortante. Ya sea al reprobar un examen, perder a un ser querido o ser asaltado, todo lo procesa mi abdomen.

Clavarse con una persona, enamorarse de ella en el sentido frommiano, conlleva la posibilidad, máxima o mínima, de terminar decepcionado y en caso de ocurrir esto va a devenir en algun malestar, a mí me duele el estómago. Lo que no supe hasta después es que mi malestar me conduciría a una travesía psicodélica y hasta de autoexploración. Ya bien estaba mencionado lo anterior en la entrada al oráculo de Delfos, aquel donde desde cada rincón de la Hélade se acudía en busca de respuestas o consolaciones: conócete a ti mismo.

Yo no voy por la vida buscando clavarme con alguien (enamorarme), simplemente apareció una persona de quien en aquel momento pensé que valía la pena hacerlo. Al final el asunto terminó mal, por lo menos para mí. Salí con quien me decía una cosa, actuaba de una forma y a la hora de la verdad quería todo lo contrario a lo que dijo o hizo.

Fui idiota, crédulo y demasiado inocente esperando recibir de parte de quien no está dispuesta a dar. O quizás esa persona nunca quiso nada y en afán de no hacerme daño mintió y se le salieron las cosas de control. Se comportó de mala leche aún no queriendo hacerlo. Las hipótesis dan igual, c’est fini y a lo que sigue.

El problema es que no podía seguir adelante porque me sentía tonto, perdedor, estafado y hasta cansado, sintiendo rabia conmigo mismo porque me dejé timar. Me había metido a un casino emocional esperando ganar y terminé perdiendo, después de todo los casinos son así, un negocio y su función es obtener dinero (en este caso emociones) a costa de que otros lo pierdan. Mi cuerpo lo manifestaba de una forma concreta, sentía que el estómago me reclamaba mi idiotez desde adentro.

Mi primera opción para desahogar los reclamos que mi abdomen me hacía fue la que menos aprobaría Nietzsche: el alcohol. Sin embargo en un primer instante me dio cierto consuelo. Al principio fueron unos tequilas, aunque odio esa bebida, en casa de amigos para soltarme. Unas horas después fueron cervezas en la comida de otros amigos cercanos. Esta mi primera terapia, acabar ebrio no es la solución a nada, pero aquí ayudó a sobrellevar las primeras horas de ese harakiri sentimental y patético que me fui a hacer.

Entre lo malo de la bebida es que trae consigo la resaca, que llegó a la mañana siguiente. Aunque fue soportable no por ello se volvió cómoda. El estómago me dolió de tal forma que lo interpreté como una mezcla de coraje con tristeza. Sobrellevé la situación con dignidad, después de todo no he cometido ningún delito ni violado los derechos de nadie.

A manera de liberación decidí hacer algunas llamadas telefónicas que ayudaron en la tarea de barrer los pedazos en el piso de esta ventana rota. La más relevante fue a una colega con quien hace mucho tiempo no tenía comunicación pero que en el fondo sabía que puedo contar con ella, me conoce y su peculiar visión de las relaciones humanas muy ligada a la religión a veces ayuda a dar luz cuando está oscuro.

Pasaron los días el dolor permaneció aunque de forma más soportable. El jueves una visita a la terapeuta me brindó algo de consuelo al reafirmar una idea que en el fondo de mi cabeza había rondado pero que no me la creía totalmente: no mereces ser tratado así. Hice lo que había que hacer, hice lo que de mí se esperaba, hice lo correcto y ni aun así fue suficiente para merecer ya no digamos correspondencia o reciprocidad, sino dignidad de trato.

La terapeuta me recomendó un libro y encontré en él un mensaje que necesitaba leer. “Mendigar amor es la peor de las indigencias, porque lo que está en juego es tu persona, y si el otro, el que está por “encima” acepta dar limosnas, no te merece”. Si había un momento en la vida en el que necesitaba estas palabras era justo ese, cuando el estómago me castigaba por ser ultrajado, vejado, expuesto y ridiculizado, sin embargo la medicina que me curó estaba en otro lado.

PD. Al momento en que escribo el último párrafo en el radio empieza a sonar (Just Like) Starting Over, quizás la canción que mejor describe lo que John Lennon sentía por Yoko Ono, además de ser mi favorita desde que tengo alrededor de 11-12 años. Y aunque Lennon estaba en una situación totalmente contraria la mía, no deja de ser interesante que siento lo mismo cada que la escucho.