En 2013 la empresaria y conferencista española, Pilar Jericó, escribió un breve artículo para El País en el cual, recogiendo datos de investigaciones realizadas por distintas instituciones, explica el por qué el sentimiento generado por la incertidumbre es una loza pesada de cargar para muchos seres humanos; mucho más complicada de sobrellevar que las propias malas noticias. El no saber es peor aún que saber lo malo.
En estado de primitiva naturaleza los hombres y mujeres, como cualquier animal, tenemos la vida expuesta. Nos amenazan los depredadores y nos reestringen otras condiciones propias del entorno como la factibilidad de hallar refugio, comida, clima óptimo, etc. En esta etapa lo desconocido es algo cotidiano y nuestra existencia está en mayor contacto con ello.
En nuestra etapa de más profunda animalidad los humanos no sabíamos si comeríamos hoy, si tendríamos refugio para dormir, si seríamos devorados o envenenados por alguna bestia. Una madre del Paleolítico tenía menos certeza sobre la supervivencia de sus hijos en comparación con una actual perteneciente a casi cualquier pueblo, etnia, nación, etc.
La evolución y el desarrollo de la cultura nos han permitido ser participes de un mundo con mayores certezas. El sedentarismo y la agricultura, por ejemplo, nos amplían el grado de convencimiento sobre la posesión de nuestro alimento y techo; hay mayor aprehensión del cumplimiento de estas necesidades.
Hemos perfeccionado la capacidad de desarrollar nuestras certezas de la vida diaria, en concreto de aquello a lo que Epicuro definió como placeres naturales y necesarios, es decir, aquellos requerimientos físicos elementales para la supervivencia como el alimento, el agua, el abrigo y el refugio.
Basada en los resultados y metodología de los experimentos consultados, Pilar Jericó en su texto llega a algunas conclusiones. La primera que aterriza es que «nuestra mente prefiere la certeza aunque sea de malas noticias, a la incertidumbre de una posible noticia positiva».
Cuando extraviamos a una mascota, el principal deseo es que se encuentre bien. «Ojalá no le haya pasado nada», repetimos al vivir una situación de este índole. El desconocimiento de qué es lo que está aconteciendo cimbra en profundidad dentro de nuestras cabezas aún cuando existan posibilidades de que el animalito se encuentre en posibilidades de volver a casa. Es preferible, en estas circunstancias, saber definitivamente que no volveremos a verla ya que alguien más la halló y adoptó o porque de plano está muerta.
Dentro de los delitos que por desgracia azotan con mayor frecuencia a las sociedades latinoamericanas se encuentra el secuestro. La gran miseria humana de quienes lo perpetúan se intensifica dado que además de poseer por completo la vida y voluntad de quien está siendo retenido, las familias sufrimos en carne viva la angustia provocada por la incertidumbre, volvemos a ser individuos de la edad de piedra que desconocen qué es de un miembro de nuestra tribu.
El gran drama del secuestro más allá de la exigencia monetaria es que se ignora por completo dónde está y qué le pasará a ese hijo(a)/hermano(a)/padre/madre. No hay ninguna certeza de su bienestar actual y mucho menos del venidero. Ignorancia de si mañana o cualquier otro día se volveremos a ver con vida al secuestrado. En caso de morir, la incertidumbre de reencontrarnos con su cuerpo y tenga los rituales acostumbrados como un funeral.
En el caso del homicidio, la incertidumbre se reduce drásticamente ya que al no haber remedio a la muerte no queda más que afrontar la pérdida del ser amado. Al respecto, Jericó nos dice que «somos capaces de adaptarnos a una situación incómoda una vez que hemos eliminado cualquier incertidumbre a su alrededor».
No es necesario recurrir al extremo violento de los crímenes en las sociedades para corroborar que la falta de certeza puede transformar nuestro estado de ánimo y nuestras vidas.
Una situación mucho más amable pero no por ello menos perturbadora puede ser el ámbito de los vínculos afectivos entre seres humanos. Podemos estar decididos a amar a otra persona, le confesamos nuestros sentimientos y en el mejor de los mundos posibles para nosotros, esa persona de nuestro interés será recíproca y el asunto se tornará bilateral.
En un escenario menos satisfactorio nos dirán «no te quiero», «no me interesa, gracias». Ahí acabará todo y podremos hacer frente a la desilusión del modo que pensemos más conveniente. No obstante, la incertidumbre de una respuesta ambigua donde ni nos aceptan ni rechazan se vuelve el peor terreno posible.
Un «déjame pensarlo (si quiero estar contigo)» o respuestas dubitativas similares son escenarios menos sanos cuando aguardamos por una respuesta. Jericó nos comenta que «la ciencia ha demostrado que si tenemos que dar una mala noticia, es mejor ser directos y reducir cualquier posible incertidumbre, que no andarnos por las ramas y poner paños calientes».
Si alguien nos abre sus sentimientos y nosotros no planeamos corresponderlos, lo más óptimo es dejarlo en claro y no mantener viva una llama que se extinguirá pero que mientras siga encendida desgastará a la otra persona.
En el espectro laboral se repite esta premisa, mucho más común y podría ser ya considerada una ofensa moral. Asistimos a una entrevista de trabajo, tenemos el encuentro y al final no nos rechazan o aceptan, la respuesta es «nosotros te llamamos». Quedamos esperando la comunicación y muchas veces no optamos por seguir la búsqueda de más alternativas laborales por aguardar la respuesta de la empresa a la que ya hemos asistido.
Lo más sensato es rechazar en primera instancia y evitar que el postulante quede a la deriva emocional donde además le aumentamos el tiempo que tiene para maniobrar su futuro laboral.
Desde una perspectiva epistemológica, la incertidumbre o el desconocimiento de una situación o fenómeno, son paralizantes. ¿Cómo reaccionar apropiadamente ante algo que no sabemos cómo es?
Afrontar el mundo implica conocer el «qué es lo que está pasando» y en caso de ser algo contrario a nuestros intereses y aspiraciones, lo más apropiado es saberlo cuanto antes. En El Padrino de Francis Ford Coppola, el personaje de Tom Hagen (Robert Duvall) le comenta al productor cinematográfico Woltz (John Marley) «Don Corleone es un hombre que insiste en saber de inmediato las malas noticias».
Como seres sociales estamos obligados a interactuar entre nosotros, siendo el lenguaje la más precisa de las formas de hacerlo, en afán conseguir primero de la supervivencia y posteriormente de la felicidad. Es conveniente saber que el mundo resulta un lugar más sencillo cuando dejamos claras nuestras ideas, siendo estas positivas o negativas para el interlocutor, y no martirizamos a los demás haciéndolos vivir la desgarradora confusión causada por la incertidumbre.
La pandemia del Covid-19 ha generado que se multiplique el desconocimiento y las dudas sobre nuestro futuro en muchos terrenos, probablemente el laboral sea el más notorio o mencionado. Es preciso pensar que la información, de cualquier tipo, que comunicamos a nuestros semejantes tiene algún impacto en su vida y por ello la claridad es lo más cortés y deseable.
La incertidumbre puede provocar angustia y esta a su vez dolor, la vida no necesita más de esto último.
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