Son días de confinamiento obligatorio y no se ve que el mar de incertidumbre en el cuál estamos navegando tenga pronto un puerto en el cual sea posible desembarcar, la reclusión es imperativa para hipoteticamente todo el mundo aunque no es posible que el conjunto de individuos en plenitud pueda permitírselo.

Hay quienes no pueden subsistir sin trabajar fuera de casa cada día de su vida, en tanto existen otros quienes si tienen la posibilidad de hacerlo. Para estos últimos va este texto, para los que si pueden quedarse encerrados los siguientes días o semanas. Escribo esto porque estar encerrado en mi casa es algo que tengo por bien hacer, sé cómo y me gusta. Para comprender mejor el por qué de todo esto es preciso abrirme un poco y describir mi praxis de vida que ha resultado en que haya pasado muchísimos días de mi existencia de esta manera.

En primer lugar he de decir que soy socialmente disfuncional, con esto me refiero a que si bien no soy un sociópata o un antisocial, tampoco soy la persona que con mayor facilidad se relacione con las demás, ni la que tenga más amigos en el mundo o la que un mayor número de parejas haya «coleccionado». Podría incluso aseverar que mi número de conocidos en limitado en comparación con el promedio de la gente.
Cómo se forma un asocial
Mi relación con el mundo en este sentido es compleja porque soy tímido, retraído, introvertido y callado. Habrá quien me considere aburrido, otros que no, eso lo dejo a juicio de cada quien; en mi defensa puedo alegar que yo a no me aburro conmigo. Este hecho deriva en que me cuesta comunicarme con las personas, es decir, conversar con ellas.
No sé cómo iniciar una charla informal, tampoco cuáles temas tratar, o cómo romper el hielo. Lo he intentado muchas veces, no obstante he dicho reverendas idioteces tratando de socializar, sin embargo esto no me impide seguir probando esto aunque algunas ocasiones siga fracasando.
Si alguien me hace la plática intento continuarla pero mi falta de roce social muchas veces me lleva a parecer cortante o distante, sin embargo, lo que me pasa tiene otra explicación: no sé qué decir muchas veces. Un gran amigo mío cumple años en octubre y cada año hace una fiesta para celebrarlo, por supuesto que me invita. En ella se congrega mucha gente con la cual termino hablando poco porque de por medio solo hay temas que no domino del todo, y si intento hablar de los temas que más conozco pues es probable que salgan corriendo del lugar.
Me abstengo de traer a colación a Platón, Aristóteles, al Cruz Azul, a la música trance de los 90, a la subcultura casual o al cine de Guy Ritchie para no aburrir al interlocutor, aunque eso implique que los temas en los que él se manifieste mejor me aburran a mi. Yo no sé de carros, ni de restaurantes, menos de antros populares o de lo más sonado en Spotify, tampoco me sé muchos chistes ni tengo gran experiencia viajando para presumir de ella.
Quizás esta forma de ser la desarrollé a lo largo de mi infancia, donde alternaba casa cada día entre las de mis padres separados o iba a dar a la de alguna de mis tías. No fue hasta los 15-16 cuando con regularidad pude asentarme en un lugar en el cual ya sentir establecido mi residencia definitiva, antes de eso era un forastero en cada casa y eso me obligaba a mantenerme en sigilo, a comportarme con respeto sacro por el hogar ajeno en el que me encontraba.
Estas circunstancias me hicieron reservado y a alguien así le resulta más difícil socializar y «construir» amigos, lo cuál terminó derivando en que al momento de atravesar la pubertad tuviera menos posibilidades de convivir fuera de casa, salvo por las amistades del barrio o de la infancia. Los ritos sociales de la calle están organizados de tal modo para que se hagan en pareja o en grupo. Ir al cine, a tomar café, a una cantina o bar, al parque de diversiones, a jugar baloncesto, etc.
Crecí y llegué a la edad de la punzada, donde he de admitir que no fue tal ya que en la práctica fui un muy mal adolescente. Rebelde, pero a mi manera, poco «hormonal», aislado y abstraído de muchas de las dinámicas de la juventud. No hice muchas de las cosas que la gente de esa edad se supone hace, pero me atreví a otras estando solo. Fue aquí cuando mi amor por la música se concretó de manera notable y empecé a adquirir más gusto por el futbol europeo. Aquí inician mis años de encierro voluntario, y si bien me gustaba salir al mundo, tampoco me imponía estrictamente hacerlo.
Una situación académica y familiar me obligó al claustro adolescente, en aquel momento había días odiosos, no obstante en retrospectiva valoro mucho esa etapa porque me permitió definir muchas cosas que hoy con orgullo admito como mías, además había incertidumbre pero también esperanza de que la llegada de la adultez arreglara algunas cosas y al final terminó siendo de esa manera.

Pasaron los años e hice la licenciatura donde nunca fui el más popular y tampoco me importó serlo, creo en la legítima aspiración a la fama pero solo a partir del mérito práctico o intelectual, no con base en el carisma o la genética. Nunca me llevé mal con nadie y mientras no hubiera alguien que estuviera jodiendo yo no tenía problemas; no pasó y pude sobrellevar la carrera sin mayor contratiempo. No obstante, en esta etapa me quedó más claro que mi forma de ser está mal vista por la mayoría.

Llegaba a clases, ya sea en la mañana o en la tarde, y no me inmutaba por saludar a nadie, en realidad no es falta de educación, sino de confianza con los demás. Creían que llegar a mi pupitre, sentarme, ponerme los audífonos y no decirle hola a nadie era sinónimo de ser raro. Particularmente me parece bastante conservador y anticuado catalogar a la gente por ciertas reglas de etiqueta estrictas que nadie consultó y, sin ninguna legitimidad por parte de quienes las propusieron, se establecieron como verdades irreprochables. El respeto se muestra en la praxis diaria, no en el saludo socialmente impuesto como norma.

Salía (y lo sigo haciendo) con amigos a fiestas, bares, de fin de semana a alguna ciudad cercana o de viaje unos días, nunca me he negado a la socialización, no obstante me cuesta trabajo hacerla. Mi propia timidez me censura a tal grado que si nadie me invita a salir es muy poco probable que yo lo haga. De tal manera empecé a formar mis hábitos a partir de la individualidad. Voy y me gusta ir solo al cine, de compras, a museos, a conciertos, a comer o viajar; me siento bien haciéndolo aunque no estoy cerrado a que si alguien se apunta al plan sea bienvenido.
Todo pudiera resumirse en el enunciado «si tu no me invitas a salir, yo no lo haré», aunque eso no significa que no quiera hacerlo, simplemente no sé cómo. En los últimos meses de 2012 y los primeros de 2013 empecé a perfeccionar la práctica del distanciamiento social a partir de una cadena de hechos absolutamente transformadores en mi vida.
La muerte de mi mejor amigo, la finalización de la licenciatura (y el desconocimiento de saber qué hacer a partir de ello), las adicciones, la imposibilidad de encontrar un trabajo de condiciones dignas y el dinero que se acababa derivaron en la depresión que a su vez me obligó al encierro. Si bien de vez en cuando salía con amigos a divertirme me la pasaba en casa la mayoría del tiempo.
Como ejemplo, en el año 2016 donde la depresión me aniquilaba salí por mucho 50-60 veces de casa contando aquellas en las que fui a comprar víveres o a comer a algún sitio. Aún después, y ya con empleo, continué con esta situación. Me volví un monje de mi propio culto y aprendí que inclusive dentro de las cuatro paredes de una habitación puede haber un mundo por descubrir y felicidad para construir o ser alcanzada.
En el ámbito laboral soy mucho mejor trabajando solo que rodeado de gente (excepto cuestiones como la docencia),  aborrezco estar dentro de una oficina y aún más las compartidas tipo co-working. La gente me distrae, me impide hacer mi trabajo con propiedad, por ello, entre menos dependa de otras personas para hacerlo es mucho mejor para mí. Puedo lidiar con mis estupideces, pero no con las de los demás.
 
Después de una experiencia terrible en este aspecto, hace dos años pude construirme una vida útil desde mi casa y en la que me siento más productivo, laboro con mayor gusto y disfruto más la calle a pesar de sus riesgos. Mi vida social es más sólida pero menos extensa cuantitativamente. Todas estas circunstancias me han convertido en una persona idónea para hacer las siguientes recomendaciones para sobrevivir a la distancia social.
Conócete a ti mismo
Nuestro hogar, en soledad o con alguien más pero con la menor intromisión del mundo externo, puede ser una versión contemporánea del templo de Apolo y Oráculo de Delfos donde en su entrada anunciaba el aforismo griego γνωθι σεαυτόν que se traduce como conócete a ti mismo.
En primera instancia, ya sea solo, en familia o comunidad, estar encerrado es un ejercicio de autoconocimiento obligado, donde al tener control sobre casi todas las variables del espacio físico inmediato el pensamiento se relaja, deja de esforzarse por estar alerta todo el tiempo de las inmediaciones materiales y puede dedicarse a la introspección.
Cuando alguien está en una oficina, escuela o calle sus ideas se enfocan, además de en hacer tareas o lo que sea, en estar al pendiente de las posibles amenazas del entorno. En cambio, en un ambiente controlado como el del hogar permite que ese tiempo que se ocupa en estar alerta se puede emplear en ir más a fondo de nosotros mismos. La intimidad del hogar es un apreciable tesoro para tener contacto con la persona más importante de nuestras vidas, nosotros mismos.
La necesidad enfermiza de estar con alguien más es indicio de que no se quiere estar con uno mismo, señal poco positiva en la búsqueda de una vida plena.
Encuentra algo que ames
Cuando empezó mi primera reclusión consciente en 2004 descubrí que la música era algo más que abstractos ruidos que, mediante la relación de ritmo y armonía, podían crear experiencias bellas; conocí una nueva faceta de este arte que es la de abrirme el universo y poder contemplarlo sin los ojos. Me enfoqué a conocerla en medida de mis posibilidades y tratarla de comprender con la mayor devoción posible y al final esa dedicación tuvo su recompensa.

En el encierro aprendí a tocar la batería, pude hacerme de una y después de mi equipo de reproductores de cd, mezcladora, controlador y bocinas para jugar a eso de DJ. En ninguna de estas dos actividades destaqué a nivel público dado que para ambas se requieren habilidades sociales para alcanzar cierto grado de interacción y conseguir ciertas cosas, en el caso de la batería para formar un grupo, en el del DJ para organizar las fiestas.

Sin embargo, mientras las hacía estando en casa me satisfacían espiritualmente, y modestia aparte puedo declarar que era bueno en ambas, conozco el trabajo de otros y podía decir que en las dos me defendía con alta dignidad. En el caso de mezclar música, me di cuenta que, disfrutaba más el proceso de escuchar canciones, seleccionarlas, armar un listado y mezclarlas que tocarlas en vivo para un montón de gente que no valoraba de igual forma que yo todo el trabajo de días o semanas que me involucraba para armar cada set.

Puedo estar solo en casa con mi estéreo, mis 400 a 500 discos (perdí la cuenta de cuantos tengo además de ser reacio a volverme dependiente de Spotify o Apple Music) y la vida me basta, la música es mi camino a la Ataraxia, mi alma está tranquila cuando está corriéndome por los oídos y el mundo puede seguir su rumbo mientras yo tenga acordes llegándome al cerebro.
 
Lo mismo pasó con los libros, desconozco cuántos libros tengo incluyendo los de Filosofía, Literatura Universal, Historia, Periodismo, Música o Psicología. Entre películas y series de TV no poseo tantas, quizás unas 100, pero el acceso a Netflix, Amazon Prime Video, Claro Video y FilmIn Latino compensa mi precariedad en ese sentido.
Para algunos tendré mucho, para otros será poco, pero mi amor por todos estos productos culturales me permiten superar el distanciamiento con absoluto placer. En esta ocasión el futbol, el baloncesto, la F1 y el rugby también están paralizados, pero en caso de no estarlo serían una gran adición a la lista de placeres para sobrevivir a la distancia.
Las redes sociales son un enemigo
Uno de los peores obstáculos para sobrellevar el encierro es el anhelo incesante de contacto con el mundo exterior, el perpetuo recuerdo que no estás allá afuera, y este es proporcionado mediante redes sociales. Ya he planteado en otros textos cómo estas se han vuelto un espacio para validar nuestras vidas socialmente con base en lo que aparentamos, no en lo que somos y donde la fotografía o el video suplantan al lenguaje, al relato y a la razón.

Las redes sociales son una ventana donde se nos muestra una ilusión maquillada, no la vida como es vivida, y donde la experiencia humana no está fielmente retratada. Nadie tiene una vida tan perfecta como aparenta su cuenta de Instagram.

Los influenciadores (influencers) aspiran a que su audiencia replique lo que ellos hacen, a que sean como ellos; en contraparte con esta nueva forma de comunicación (presumir nuestras vidas visualmente) la mejor forma de convivir con uno mismo empieza con la auto-aceptación de que no somos perfectos, más somos capaces de mejorar día con día.

Ampliando este punto, el sujeto A puede publicar en sus redes todos sus viajes, comidas en restaurantes, diversión y acceso a bienes de consumo; por su parte un contacto suyo, el sujeto B, recibe toda esa información. A solo muestra lo que quiere que sea visto por B, hay ya un sesgo. B puede pensar que la vida de A es tal como la muestra y al apreciarla «perfecta» puede sentir insatisfacción por no tener algo similar, pero en el fondo las vidas de ambos son potencialmente heterogéneas en momentos de felicidad y dolor.
Otro factor por el que es preciso desprenderse de las redes sociales como principal fuente de información es que no existe rigor informativo para lo que en ellas se publica, no hay en primer término un modelo ético que oriente la conducta de quienes ahí participan, como si lo hay en el némesis de estas, el Periodismo.
Es imperante y necesario estar informado sobre esta pandemia, no obstante el sentido común permite sostener que es preferible acceder a esa información desde la prensa y no desde Facebook, Twitter, Youtube o las cadenas de WhatsApp que no sabemos quién y por qué las originó. Hay portales de noticias pertenecientes a cualquier cantidad de medios con distintas líneas editoriales que con mucho mayor resposabilidad y compromiso moral nos brindarán datos para saber que decisiones tomar estos días.
Gratitud

Hubo ocasiones en las que, ya fuera viernes o sábado en la noche, no salía con amigos de fiesta o de paseo, entonces solía llegarme el pensamiento que preguntaba ¿Qué estarán haciendo fulanito o fulanita? Ahí empezaba a divagar sobre su vida social, que al ser mucho más extensa que la mía los tendría pasando horas de diversión en algún antro, bar, concierto o cualquier otro sitio.

Pensar que alguien más se está pasándola mejor (sin que ello conste) solía volverse un riesgo emocional porque me sugestionaba y hacía pensar ¿acaso soy yo un absoluto desecho del mercado social por llevar una vida muy distinta a la de mi familia, amigos y conocidos? Entonces cambié mi planteamiento, la formula para afrontarlo; rotundamente todo se transformó para vivir más feliz en la condición de aislamiento.

En lugar de asimilar en que alguien pudiera estar pasándola mejor que yo invertí la ecuación y mi hipótesis se transformó en la afirmación «la estoy pasando mejor yo que él/ella/ellos». En ese instante uno llega a la conclusión en que si estás mejor que alguien más es motivo para sentirse agradecido por esa situación.
Vivir como si se estuviera afuera
Uno de los peores errores que se puede cometer en aislamiento es quedarse inmóvil, en términos prácticos, no levantarse de la cama o el sofá y comportarse como si no se fuera a ir a ningún lado o hacer nada. Es válido ejercicio el vestirse como si se fuera a ir al cine para ver una película en Netflix, como si se fuera a ir un estadio o parque de diversiones para jugar PlayStation, o como si se fuera a la biblioteca para leer o escribir en el escritorio de la habitación; cualquier método para evitar caer en el mood de soledad inevitable y pesada o claustro involuntario es bienvenido.
Comer en casa con los mismos hábitos de respeto a la mesa que se hacen en una cafetería o restaurante es otra alternativa. La vida en el encierro no tiene por qué ser condicionante para el tedio, después de todo, nuestro hogar es un ecosistema absolutamente determinante en la vida y sobre el cuál existe más apego. La vida en intimidad merece el mismo respeto que la vida en público.
Esto fue escrito desde una perspectiva hasta cierto punto burguesa y privilegiada por parte de un aspirante a ser intelectual perteneciente a la clase trabajadora. En la vida desconozco demasiadas cosas, pero sé vivir en el ostracismo contemporáneo y espero le ayude a alguien a sobrellevar una situación atípica. Quizás esto termine siendo necesario para dimensionar mejor todo lo existe allá afuera.