«Una imagen vale más que mil palabras», cita un conocido y repetido dicho. No obstante, como suele pasar con los pensamientos de la denominada «sabiduría popular», pocas veces nos detenemos a deconstruirlos y simplemente nos limitamos a repetirlos como mantras que no tienen refutación posible.
«De la vista nace el amor», enuncia otro de esos postulados incrustados en el inconsciente colectivo, no obstante de ser cierta esa afirmación, implicaría que los ciegos no pueden amar lo cual es absolutamente falso.
La misma vista es el sentido que mayor preponderancia tiene en la epistemología de los filósofos británicos John Locke y David Hume y no es para menos. «Ver para creer» dice la gente, y es que tenemos como tradición epistemológica validar como lo más real y verdadero aquello que nuestros ojos nos presentan.
Hace 5 meses contacté a través de Twitter a Ariadna, una reportera de la fuente turística para solicitarle una entrevista que accedió a brindarme y que requerí para elaborar un trabajo de mi maestría. Tenía como finalidad conocer el punto de vista de una periodista acerca de las tecnologías de la información, cómo estas han cambiado la forma de ejercer el «mejor oficio del mundo», y que al mismo tiempo han alterado una actividad lúdica como lo es el viajar.
De forma bastante amena y con paciente tolerancia conmigo ante mis inocultables nervios (me pongo nervioso al momento de las entrevistas académicas), ella me ilustró para comprender de qué manera la industria turística y el periodismo que la cubre han girado 180 grados a raíz de la aparición de medios alternativos de comunicación como los blogs y en especial las redes sociales.
Las anécdotas que me compartió, originadas en su experiencia como reportera de la fuente así como viajera frecuente, me hicieron pensar y repensar cómo nuestras conductas pueden ser modificadas por el simple hecho de poseer un celular con acceso a internet y sin que nos percatemos de ello. Asimismo me hizo volver a plantearme un concepto que ya tenía yo un tiempo desarrollando y que lleva por título La dictadura de la Imagen el cual definí de la siguiente forma:
Es un modelo de interacción social a través de medios sociales (social media en inglés) en el cual por fotografías, videos, etcétera los usuarios de estas pretenden hacer ver su vida como un racimo homogéneo de experiencias satisfactorias, vivencias increíbles, éxitos personales continuos dignos de envidiarse y sin presencia alguna de fracasos. Así también se caracteriza por el uso mínimo o nulo de la palabra, hablada o escrita, para detallar situaciones o acontecimientos.
Esas nuevas tecnologías no solo han cambiado al medio por el cuál la información llega al receptor, sino que han derivado en la transformación misma de los mensajes. La posibilidad de intercambiar contenido multimedia ha propiciado que la palabra haya sido relegada a un segundo o tercer nivel de importancia, y el uso o abuso de las imágenes como modelo comunicativo nos ha vuelto cavernícolas tecnologizados que recurrimos a neo pinturas rupestres para dejar nuestra huella en el mundo.
¿En verdad salí de vacaciones a pesar de no haberme tomado fotografías en el destino que visité? ¿Me pude haber divertido en el festival de música de moda a pesar de no hacerme una instantánea que atesorara el momento para el mundo digital?
Nuestra relación con los demás a través de las redes sociales se ha vuelto dependiente de las imágenes, relegando al lenguaje, que es una de las mayores consecuciones en la historia de la cultura. Las fotografías subidas a la red y compartidas con nuestros cercanos (y los no tanto) se han vuelto la prueba de validación de que nuestras vidas son lo que en realidad son (aunque no lo sean).
Mientras escribo esto abro en mi teléfono móvil la aplicación de Facebook, red social de mayor uso en el planeta. La primera publicación que me aparece es de un amigo al que llevo alrededor de 22 años de conocer y al que tengo muchísima estima. Se trata de la fotografía de una cerveza y un cáliz para beberla, ambos sobre una mesa de madera en lo que parece ser un bar o restaurante. La imagen está editada con un filtro sepia.
La instantánea tiene una sola reacción y no hay ningún comentario. Se trata de una cara enrojecida que en el argot de las redes significa «me enoja». Una imagen (el emoticono de cara enojada) para responder otra imagen (la cerveza en el bar).
Haciendo un ejercicio semiótico puedo interpretar que mi amigo está en un local bebiendo una cerveza artesanal. Intentando profundizar un poco más se puede asumir que tiene los medios financieros suficientes para pagar una cerveza no consumida masivamente y tiempo libre un viernes por la tarde-noche para ir a embriagarse. Hasta ahí llega la información, se desconoce en cuál negocio está bebiendo, con quién o cuál es la calidad de su bebida.
En el fondo a mi no me cambiaba la vida el saber que se fue a ingerir cervezas a cierto lugar, quizás al 99% de sus amigos de Facebook tampoco. ¿Cuál es entonces la finalidad con la que compartió esa imagen? ¿Presumir que fue a beber? ¿Recomendar esa marca de cerveza? ¿Dejar en evidencia su rutina de viernes por si le pasa algo y saber por dónde empezar a buscarlo? ¿Enseñarle a su novia que efectivamente salió a beber y no anda siéndole infiel?
Si bien la red social desarrollada por Mark Zuckerberg tiene diversas herramientas para intercambiar distintos tipos de información, se centra en la imagen como protagonista del contenido publicado. En 2018 trabajé en una agencia de mercadotecnia digital donde el giro del negocio era generar y publicar el material visual y escrito para las redes sociales de los clientes, principalmente Facebook e Instagram. Si bien los textos que acompañaban a las imágenes eran una parte del trabajo, estos quedaban relegados a segundo plano. Lo visual es lo que importaba.
La apuesta por la seducción visual como ancla se extiende a otras herramientas del emporio californiano de Zuckerberg. Whatsapp, su servicio de mensajería instantánea, también se inclina en cierto modo por la visualización de imágenes aunque de manera más sutil. Posee una sección de estados que los usuarios de esta aplicación pueden emplear para publicar imágenes fijas o video.
Instagram es el más obvio ejemplo de la imagen como medio y mensaje en sí misma. La interfaz de esta herramienta la vuelve la más socorrida en este régimen de pixeles como escaparate de la vida. Su funcionalidad se basa en la publicación de fotografías desde el teléfono y permite que los usuarios encuentren con facilidad contenido de la temática que más les interese.
Ariadna, la periodista de turismo que entrevisté, me compartió un dato perturbador: el 70% de los jóvenes planea su viaje dependiendo de lo que ve en Instagram. Es decir, determinamos una actividad destinada a la felicidad de acuerdo con lo que otros viven. El País ha dado cuenta de este fenómeno en textos como Siguiente para la foto: ruta por escenarios del ‘turismo de postureo’ o bien La Voz de Galicia hace lo propio con El banco de Loiba trae más cola. La dictadura de la imagen nos ha extraído independencia de juicio y nos indica dónde debemos viajar.
El ejemplo que publica el diario gallego es demoledor, hemos dejado de conocer sitios distantes como parte de una acción civilizadora para simplemente hacerlo con el fin de tomarnos fotografías dignas de presumir.
En La dictadura de la imagen abundan y sobran fotografías de vacaciones, conduciendo un automóvil, comiendo o bebiendo, de fiesta, etcétera donde el propietario de la cuenta es el protagonista de la mayoría del contenido y su vida es un frondoso árbol de todo lo que es deseable. No solo se trata de guardar para la posteridad una imagen de algún destino o momento grato, sino que debe aparecer el usuario como protagonista y los demás deben verlo.
Este régimen digital nos ha llevado a desarrollar un discurso de insensibilidad con respecto de los acontecimientos en el mundo. Por una parte se pueden encontrar desde fotografías de gente posando con vanidoso desdén sobre las vías del tren que trasladaron a la muerte a millares en el campo de concentración de Auschwitz, o bien, postales de falsa filantropía y voluntariado que sirven como credencial para ligar en línea como evidencia el blog
Humanitarians of Tinder.
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| Turista posando en las vías del ferrocarril en la entrada al campo de concentración de Auschwitz II (Birkenau) |
A propósito de Tinder, podemos establecer que La dictadura de la imagen también gobierna en las aplicaciones de ligue o seducción donde además de la antes mencionada destacan Bumble y Badoo como las más descargadas. La interfaz en todas ellas es similar y está diseñada para que el usuario acepte o rechace casi de inmediato a cualquier prospecto con base en su apariencia física.
A pesar de que el diseño visual de estas tiene espacio para publicar descripciones de los usuarios y colocar gustos o intereses como música y ocupación, los usuarios se centran en lucir bien en las imágenes. Corroboro lo anterior creando una cuenta en Tinder donde lo primero que me aparece es el perfil de una morena de cabello rizado llamada Gidalty. No hay descripción alguna, solo fotografías.
En la primera aparece apoyada en lo que parece ser el sillón de una discoteca, la segunda es una selfie en traje de baño, en la tercera modelando un vestido negro en un estudio. La cuarta tiene como fondo el malecón de La Habana y la última es otra selfie en picada y sonriendo.
Deslizo hacia la izquierda y aparece Nancy en pantalla. En esta ocasión la descripción es mínima pero irrelevante. La primera foto la presenta a ella recostada en el césped, en las segunda y tercera modela de frente y de costado dentro de una casa, en tanto en la cuarta posa encima de una roca en medio de un paisaje natural.
La siguiente en la cibernética pasarela es Den. Su primera fotografía es en un restaurante o bar. Ella está sentada en la mesa y en frente tiene un coctel servido en una copa que se asume es el que estaba bebiendo. La siguiente instantánea la muestra con un vestido negro enfrente de lo que aparenta ser un armario con las puertas de madera y ataviada con lo que en el mundo de la moda se conoce como little black dress. Las tercera y cuarta fotografías son selfies de ella en la playa. Su descripción se resume a una sola palabra: «dates», seguida del emoticono de una cara sonriente de cabeza.
Mari es la sucesora. De acuerdo con su ínfima descripción es colombiana y está de vacaciones en México hasta el 12 de enero. Sus fotografías incluyen la misma categoría de lugares. La playa, un bar, una piscina, esquiando en una montaña nevada, buceando, bebiendo cerveza en una terraza y posando con un vestido y un ramo de flores.
Nidhya es la siguiente y no escribe una descripción. Sus fotos son ella en el puente de Brooklyn, en la Plaza de la Revolución de La Habana, en el metro de CDMX y sentada en un sofá frente a un espejo, además de una selfie en el baño.
Patricia es la sexta inquilina del Tinder que se me aparece. Su descripción dicta lo siguiente: «Me gusta el vino y el sushi… ah y ya saben… soñadora, aventurera, piscis, bla bla». La ironía de su texto rompe con todo lo que se ha presentado hasta el momento, no obstante sus fotos continúan con la tendencia de todas las demás. Son selfies donde aparece en un automóvil, jugando con su cabello y un par frente a un espejo modelando su atuendo.
Durante una hora continúo viendo perfiles en Bumble, Tinder y Badoo y tanto las fotos como las escasas descripciones repiten el patrón en el 90% de los casos. Posteriormente interrogo a una amiga quien tiene una de estas aplicaciones para confirmar si los hombres somos igual de previsibles y genéricos en estas plataformas y me asegura que sí. La dictadura de la imagen nos vuelve entes genéricos, nos transforma en un lugar común y nos brinda una perspectiva reduccionista de «el otro».
¿Qué tanto se puede conocer a alguien a través de sus fotos dedicadas a seducir? Las instantáneas de todos y todas ellas son similares, siguen un guión predecible. A eso hay que sumar que las escasas descripciones suelen repetir en un 80% los mismos clichés: «soy buena onda» «me gusta el sushi», «me gusta café» «amo el vino y la cerveza» «me encanta viajar y vivir la vida al máximo».
Es imposible conocer a alguien solo por sus fotos siendo que ellas únicamente muestran lo que queremos que vean de nosotros, no obstante un ser humano es más que eso. Somos aquello que hacemos, decimos, pensamos y sentimos. Somos nuestras esperanzas y miedos, anhelos, sueños y fantasías. Aquel individuo de Tinder o Bumble, que sin camisa posa frente al espejo del baño, es más que eso. Nada garantiza que sea un sujeto agradable o mínimamente simpático.
Asimismo hay que considerar que no todos los y las usuarias de redes sociales son proclives a tomarse fotografías, quizás se sienten inseguros o simplemente no les gusta que los retraten. Probablemente haya quienes en persona se vean mejor que en una foto y sean personas muy gratas de conocer y carismáticas, pero eso es imposible de determinar en las plataformas donde la imagen es lo relevante.
Una fotografía de viaje, una al volante de un auto, una más en una fiesta y por último la infaltable frente al espejo presumiendo la indumentaria no dictaminan quién es el otro. ¿Por qué descalificamos deslizando a la izquierda o calificamos haciéndolo hacia la derecha de la pantalla al individuo de enfrente, de quien en realidad no tenemos la más mínima idea de quién pueda ser?
Twitter como red social y WhatsApp como sistema de mensajería privada también han caído en la tiranía de los pixeles como medio preponderante de compartir información. A pesar de que ambas herramientas digitales se basan en el texto como principal intercambio, las imágenes, por ejemplo los memes, las han acaparado. Y es que estos últimos no son más que chascarrillos gráficos.
La dictadura de la imagen ha triunfado porque cuando publicamos algo en nuestras redes lo que buscamos es aprobación, y es más fácil conseguirla cuando proveemos algo atractivo, positivo y satisfactorio. Asimismo una fotografía es más fácil de contemplar comparada con un texto, sobre el que rigurosamente hay que ejercer trabajo racional en su comprensión.
Las siguientes fotos muestran a Enrique Peña Nieto y a Andrés Manuel López Obrador, opositores el uno del otro junto a José Luis Abarca, quien es señalado responsable por la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014. Los simpatizantes de cada personaje utilizaban la fotografía del contrario para sostener que estaba coludido en dicho crimen de lesa humanidad.
Ninguna de las dos instantáneas es evidencia de nada, ninguna prueba relación alguna en el crimen, no obstante hay quienes se aferraban a mostrarlas como si de una verdad irrefutable se tratara. Una fotografía sin un contexto adecuado no es evidencia de suceso alguno salvo que tengamos el contexto bien delimitado en nuestra razón. ¿Por qué no hacemos ejercicio crítico alguno con las imágenes de nuestros contactos? ¿Por qué creemos que sus fotografías son prueba de algo en la vida?
Las redes sociales se han convertido en un régimen autoritario donde valemos por lo que aparentamos, no por lo que somos. Que se independice el que quiera, el que no, puede renunciar a su emancipación en favor de los dictados de las apariencias.