Vine a La Habana atraído por todas las leyendas que la construyen: La su música, la de su vida nocturna, la de su arquitectura, la de Hemingway, la de la Revolución, la del Buena Vista Social Club, la del Socialismo, la de la Guerra Fría, la de la ciudad fortificada, la de los piratas y corsarios, la de José Martí, la de Alicia Alonso, la de Capablanca, la de los autos clásicos circulando todavía en masa, la del ron y sus cocteles, la del tabaco, pero en especial por la leyenda de sus esplendores pasados.

¿Visitar Cuba es volver atrás en el tiempo? Quizás. Aterrizar en la mayor de las Antillas es darse cuenta que el tiempo no se detiene, avanza inmisericorde y aunque ningún habanero, como ningún otro cubano, ha quedado varado en el plano temporal, estar aquí nos remite a un pasado que en el resto del mundo no existe más y aquí permanece.
Belleza desmoronada
Encontré en esta ciudad de 500 años de antigüedad y tres millones de habitantes vestigios de un esplendor que seguiría presente de ser posible congelar el tiempo, lo cual sabemos no puede conseguirse. Martín Caparrós la definió en un texto para El País como «la más bella del idioma» ¿Es La Habana la ciudad hispanoparlante más bella del mundo? De vivir, Ernest Hemingway estaría de acuerdo dado que para él solo París y Venecia se le equiparaban en ese aspecto.
Habana Vieja, la parte más antigua de la ciudad, es una experiencia que estremece los sentidos: el olfato es sacudido por el olor del tabaco que fuman los viejos en las plazas y el oído por la música tocada en vivo en los restaurantes y las calles. En el lado visual uno encuentra edificios que gracias a ser acondicionados como negocios se mimetizan con los siglos para sobrevivir estoicos, imperturbables y orgullosos. Por otra parte están las construcciones, principalmente viviendas de gente trabajadora y humilde, que a pedazos se caen, estos últimos son mayoría.
A pesar de la ruina en la que pudieran encontrarse esas edificaciones todavía es posible hallarles  rastro de candidez arquitectónica. En términos generales aquí no hay edificios feos, solo descuidados o destruidos. Es notorio que la precariedad económica cubana causada por el bloqueo ha corroído buena parte de la estética habanera llevándola casi a la destrucción, pero mantiene un encanto sin igual.
En contraparte, en la capital mexicana el patrimonio arquitectónico es constantemente corrompido en nombre del capital, la productividad, las utilidades, etc. No es necesario que en Chilangolandia se demuela un edificio para amputarle su legado, simplemente con tapizarlo de publicidad o hacerle cambios notables sin el mínimo respeto estético basta para acabar con su alma. A La Habana la destruye un bloqueo impuesto a causa de una legítima aspiración al socialismo, a CDMX el capitalismo.
Uno se imagina una ciudad bonita a partir de su arquitectura y urbanismo, las edificaciones de cuatro siglos le dan a La Habana ese adjetivo de manera categórica. Un sujeto nacido en Buenos Aires, habitante de Madrid y asiduo visitante del mundo iberoamericano como Caparrós algo debe saber para denominarla «la más bella del idioma». Esta metrópoli, de ser una persona, sería guapísima. No obstante., vive desde hace medio siglo en perpetuo descuido, por no decir destrucción. Es una modelo de Victoria’s Secret que ha acabado con su cuerpo, o mejor dicho, han acabado otros con él.
Mi ciudad me ha acostumbrado a encontrarme todos los días con edificios feos y otros bellísimos, los reconozco con facilidad. En ella el respeto por la arquitectura es poco frecuente, por eso me asombra en demasía que una ciudad como esta, con edificios tan bonitos, esté al borde literalmente del colapso.
En México (ciudad) la gente le construye a sus viviendas pisos sin importar que el resultado no aporte simetría o armonía estética con las plantas inferiores, en tanto en La Habana mantienen la apariencia pero por dentro recurren a la «barbacoa», una especie de entrepiso de madera que permite a las familias construir en las casas de techos altos para que puedan tener dos niveles y más habitantes quepan en el mismo predio. A pesar de la diferencia de sistemas sociales gobernantes, estas deformaciones arquitectónicas se deben a que adquirir una vivienda propia se ha vuelto un articulo de lujo.

Aquí nada es gratis
Numerosos son los restaurantes habaneros, en especial aquellos pequeños de carácter familiar conocidos como «paladares», que cobran como obligatoria una propina del 10 por ciento. Después me percaté que ese hecho es de esperarse en una ciudad donde nada es regalado al que viene de visita de fuera de la isla.
Me encuentro en las inmediaciones de la Plaza Vieja participando en un tour peatonal cuando un sujeto de alrededor de 40 años se me acerca para ofrecerme marihuana, cocaína, habanos (puros) y habaneras (muchachas); lo rechazo. Al finalizar mi recorrido en grupo lo encuentro de nuevo y le pedo que me recomiende un paladar rico y barato, además solicito su ayuda para conseguir el periódico Granma, el medio oficial del Partido Comunista de Cuba.
Me lleva a un lugar llamado Chez Aimee donde pido Ropa Vieja, platillo tradicional cubano, así como un refresco de cola. El sujeto se sienta en mi mesa y me pide que le invite un cuba libre que terminan siendo dos. Durante toda mi comida se la pasa insistiendo en venderme unos puros que desde luego no le compraré. A pesar de eso, muy amablemente me consigue el diario Tribuna de La Habana del día anterior, en primera plana homenajean a la recientemente fallecida bailarina Alicia Alonso, emblema de las artes cubanas.
Después de platicarle mis planes me lleva a un sitio llamado Legendarios del Guajirito para hacer una reservación para la cena-espectáculo de esa noche y mientras transitamos la parte colonial de la ciudad me explica lo que yo voy viendo así como sus impresiones (positivas) de personajes como el Che Guevara. Al final, me acompaña al Capitolio donde abordamos una máquina, uno de esos vehículos casi chatarra que funcionan como taxis colectivos y circulan con rutas fijas.
Me lleva a mi hotel en el Vedado, zona de la ciudad repleta de arquitectura Art-Decó, hoteles construidos por los gringos y majestuosas casonas de principios del siglo XX. Antes de ingresar al vestíbulo acordamos en que él me llevará al Legendarios del Guajirito para mi cena, sin embargo antes de despedirse me pide dinero, me cobra su compañía y guía no solicitadas como un servicio. No le bastó con las dos cubas que se tomó a costa mía. Decido dejarlo plantado, no estaba dispuesto a darle más dinero, por cierto, no me acuerdo de su nombre.
Aquella tarde decido salir a caminar por el Vedado antes de cambiarme para ir a cenar. Camino por el parque donde se encuentra Coppelia, la más famosa heladería habanera, de pronto un sujeto se me acerca a ofrecerme un taxi y lo rechazo. Se presenta conmigo, dice llamarse Rolando y cuando escucha mi acento mexicano me ofrece puros. Alega que es un día especial porque hay venta de las cooperativas de tabaco y se ofrece a llevarme a una.
Todo aquel que visite La Habana debe saber que tal cosa es un fraude y para comprar Cohiba, Montecristo, Romeo y Julieta o Partagás originales deberá hacerlo en una tienda formal y establecida. Antes de despedirme de él me recomienda un paladar de buen precio y un bar llamado El Conejito. Me sugiere ir con él a ese sitio cuando regrese del Legendarios afirmando que ahí hay «buenas viejas».
Dada mi experiencia con el sujeto cuarentón que me llevó al Chez Aimee decido no ir con Rolando, mejor regreso a mi hotel a dormir. Estoy en un país con fuerte vigilancia militar, quien sabe qué clase de trampa pueda ser la que me hubiera tendido, mi condición de chilango me ha enseñado a desconfiar de todos, lo cual en el mundo es más una ventaja que un defecto.
Un par de días después, con ya varias actividades a cuestas, decido caminar desde mi hotel hasta la Plaza de la Revolución; si bien está un poco lejos, no representa una distancia para mortificarse. Mientras ando por la Avenida 23 un sujeto me pregunta la hora para poder ajustar su reloj. Le respondo y me hace la plática al escuchar mi acento. Su nombre es Rigoberto y enseña matemáticas en una primaria. Le digo que me dirijo a la Plaza de la Revolución y exclama «ahí es pura política, te voy a llevar a conocer la verdadera Habana».
Me acompaña a la Plaza y en el trayecto me externa su parecer sobre la situación de su país y cosas de su vida, después me lleva a recorrer Centro Habana donde me invita un helado de chocolate de un negocio casero. Vamos a la discográfica Egrem donde bebemos unos mojitos sin alcohol que yo pago y después nos dirigimos a su casa donde me regala un par de libros, unos puros y un sobre de café. Allí también me presenta a su madre y hermano.
Vamos a la iglesia de la Virgen de la Caridad del Cobre y al barrio chino donde por cierto no hay chinos y los restaurantes ofrecen pastas y pizzas. A punto de despedirse porque tiene que ir a la escuela de su hija para recogerla me pide dinero. Dada su ayuda le iba a dar 3 CUCs (equivalentes a 3 dólares), pero me dijo que no le sirven, quiere 40 y después sus pretensiones bajan a algo como 15. Al final, aunque no pedí su compañía ni su guía, él me las termina vendiendo en alrededor de 10 CUCs.
Continúo desde Centro Habana hasta el Capitolio y después al vecino Teatro Alicia Alonso y al Hotel Inglaterra. Allí veo una calle peatonal donde me meto, está repleta de tiendas. Deambulo sobre esta vía cuando a las afueras de un local de comida rápida un sujeto me intercepta y empieza hablar. Al escuchar mi acento me ofrece la carta del lugar y le pido verla porque ya tengo un poco de hambre; aunque me convence el precio, no así el menú, después de todo no viajé a La Habana para comer hamburguesas.
El sujeto me sigue hablando y empieza a preguntar mi opinión sobre las cubanas. En eso se acerca un mesero del lugar y el interrogatorio sobre las féminas de este país se duplica. Este último le hace un ademán a una mujer joven que se encontraba del otro lado de la calle, está ataviada con vestido rosa y su cabello se tiñe de rubio.
Llega la susodicha y me la presentaron aunque no me consta que fuera conocida de ellos. Le doy la mano a la muchacha por cortesía y el mesero me presiona para entrar al local con la mujer; rechazo la «invitación» bajo el mentiroso pretexto de que tengo que buscar a los amigos con los que venía porque los perdí.
No sé cuales fueron las pretensiones de los sujetos estos para que entrara a un local de hamburguesas con una cubana trigueña de vestido rosa y cabello oxigenado. De antemano, sin importar que fuera algo inocente o perverso, eso me iba a costar dinero, porque aquí todo, incluyendo la compañía, tiene un valor monetario y los turistas somos para los locales un dólar con patas que camina por sus calles.
Me dirijo hacia el hotel Sevilla y el edificio Bacardí cuando a las afueras del hotel Inglaterra un treintañero se acerca y habla, su intención es venderme puros. Harto de los ofrecimientos de tabaco, drogas y mujeres de los últimos tres días le respondo al tipo en portugués, le menciono que no hablo español. El sujeto me deja en paz y puedo seguir mi camino.
Estoy frente al Edificio Bacardí cuando un señor cuarentón me intercepta para saludarme y «felicitarme» por mis tatuajes, es como la octava vez en mi estancia aquí que me chuleaban la tinta en la piel. Me pregunta de dónde soy y cómo me llamo. En portugués trato de evitarlo y entonces me comenta que es maestro de primaria (¡otro!) y pregunta si ya compré puros, entonces termino la charla indicando que no le entiendo y sigo mi camino.
En mi trayecto por las estrechas calles de la Habana Vieja me siguen interceptando para ofrecerme puros y sigo respondiendo en portugués. Algún local eleva el nivel de insistencia al ofrecerme charuto, puro en portugués. No pasa nada, hablarles en la lengua de Fernando Pessoa hace que se rindan con mayor facilidad. Alguno hasta me preguntó si era yo de Rio de Janeiro y le respondo que no, de Porto Alegre, le agradezco y me lo quito de encima. Ya en la Plaza de Armas una mulata se presenta y ofrece hacerme unas trenzas en mi cabello que llega hasta los hombros, vuelvo a esquivar el ofrecimiento hablando en portugués.
Paso un par de horas en Habana Vieja y decido ir al Malecón a sentarme un rato después de visitar el Museo de la Revolución, son las cinco de la tarde y me siento de espalda al mar. Un sujeto blanco pero de piel maltratada por el sol se sienta a mi lado para charlar. A este si le respondo en castellano, no se ve con ánimos de venderme nada. Charlamos de beisbol y otras cosas alrededor de una hora mientras el astro rey se oculta.
Comenta que se llama Denis, tiene 42 años y ejerce como maestro de primaria.  Es el tercer sujeto en el día que me dice lo mismo. O todos los hombres en La Habana son profesores o es la táctica de estafa de cajón en esta parte del mundo. Me pregunta si ya compré puros (maldita sea) y le señalo que si, que ya tengo.
Cae la noche y le pido me recomiende un paladar porque tengo mucha hambre, me lleva a uno. Cuando llegamos pido ver el menú y se me hizo caro, le comenté a este hombre que no podía pagarlo, entonces habló con los locatarios para que me hicieran un descuento y accedieron.
Mientras como él se sienta al lado mío, me parece una falta de respeto alimentarme mientras alguien más no lo hace pero no tengo yo en este momento como invitarle algo, aunque tampoco me pide él nada. Mientras hablamos de Hemingway se ofrece a llevarme el día siguiente a Cojímar a conocer el pueblo de pescadores que inspiraron al norteamericano a escribir El Viejo y el Mar. Me dice que por 8-10 CUCs el me daría un tour allá y traería de regreso.
A diferencia del primer señor que encontré en las inmediaciones de la Plaza Vieja, Denis de antemano me pone una tarifa por su guía, lo cuál me parece razonable. En una ciudad donde nada es gratis, en el país de aspiración socialista donde todo tiene un precio, es una cortesía enorme que desde antes te avisen que te cobrarán algo.
Al día siguiente, alrededor de las 11:30 am, él y yo nos encontramos en el vestíbulo de mi hotel y emprendemos el camino a Cojímar.
Microbuseros a la habanera
Estamos en la parada del autobús cuando de pronto aparece la guagua (autobús de transporte público). Una de las cosas civilizadas que aún tenemos en CDMX es que al transporte público se suele entrar la mayoría de las veces formado. Pensé que en un país con mejor nivel educativo sería similar pero no resulta así. En cuanto las puertas del vehículo se abren, toda la gente se deja ir en estampida.
Las ancianas mulatas se quejan del gentío, que no caben todos en el bus y le recriminan al chofer que no cierra las puertas y emprenda el camino. Este, sabio, apaga el motor del vehículo chino Yutong y exclama la versión cubana del sermón de los microbuseros mexicanos que piden a la gente recorrerse cuando van demasiado llenos «¡LA GUAGUA NO AVANZA HASTA QUE NO SE RECORRAN HACIA ATRÁS, VAMOS, DEPRISA!». Con la camisa abierta que deja entrever su camiseta de tirantes, apresura al pasaje. Al final, desafiamos las leyes de la física y terminamos cabiendo en ese reducido espacio.
Todo es Martí
Si hay un hombre presente en cada rincón de La Habana es José Martí, más que El Che y Fidel, más que Jesucristo. Sabía yo que, como muchas naciones latinoamericanas, Cuba tiene especial devoción por un héroe nacional. Por ejemplo, en México hay una idolatría obsesiva por Benito Juárez y en Venezuela por Simón Bolívar, no obstante jamás imaginé que mientras recorriera estas calles iba a encontrar más monumentos honrando a José Martí que cestos de basura.
Andando por Cojímar y Villa Panamericana observo dos bustos de Martí, pero en toda esa zona no encontré un solo bote donde depositar la botella de refresco que traigo en la mano. En una de mis caminatas previas por Habana Vieja, vi como una señora tiró basura en la calle sin ningún reparo, no me sorprendió en absoluto dado que ya había visto en una esquina una gallina decapitada y la cabeza de lo que parecía ser un gato o una cabra, seguramente utilizados en algún ritual de la religión Yoruba (Santería). Aquí resulta más fácil honrar al hombre más ilustre de la nación que cumplir con los más mínimos estándares de la limpieza e higiene.
Seguridad en el aire
Después de recorrer a pie, en máquina, en taxi, en cocotaxi y en guagua La Habana me percato de que no vi un solo policía en las calles, a pesar de ello es una ciudad muy segura donde se puede andar por cualquier barrio de noche sin temor a nada.
El día que llegué eran alrededor de las 11 pm y el trayecto del aeropuerto José Martí al Vedado me recordó las carreteras de Michoacán, Guerrero o Oaxaca. A bordo del taxi vi poca actividad en las calles, pero la gente que andaba por ahí lo hacía con completa calma, en una esquina vi a un grupo de jóvenes alcoholizándose con serenidad envidiable. Replicar esas escenas en México parece una fantasía, andar a esas horas caminando por ahí es una ruleta rusa donde en cualquier momento puede aparecer algún delincuentillo de poca monta y hacerte cualquier cosa que se le antoje.
La noche en que fui al Legendarios del Guajirito, antes de ingresar al lugar, decidí esperar en la puerta la hora de acceso. Traía un par de pastillas de parecetamol que necesitaba tomarme pero no tenía agua para hacerlo. Un grupo de niños jugaban afuera del lugar y me pidieron un dólar el cuál les negué, entonces les dije que me llevaran donde pudiera conseguir agua y a cambio les daría 1 CUC que vale lo mismo que el billete con el rostro de George Washington.
Caminamos un par de cuadras y en dos locales no tenían, entonces uno de ellos me llevó a su casa donde sus padres muy amablemente me la proporcionaron en un vaso. Adentrarme en las inmediaciones de La Merced o La Lagunilla en CDMX a esa hora de la noche no es lo más recomendable, probablemente se salga de ahí sin celular, sin reloj y sin dinero. En cambio de la Habana Vieja obtuve un vaso con agua que ofrecí pagar y rechazaron la remuneración, fue lo único regalado que obtuve estando aquí.
Quizás la suciedad de algunas partes de la ciudad y la precariedad sean el precio que Cuba paga por tener uno de los países más seguros de Latinoamérica porque en esta parte del mundo estamos condenados a no tener siempre todo lo que deseamos. Qué afortunadas son Suiza, Canadá o Australia para tienen seguridad, orden y prosperidad económica sin renunciar a nada.
El valor de la amabilidad 
Vivo en un área metropolitana donde se aglomeran 20 millones de personas, el valle de México al concentrar demasiada gente incrementa la magnitud de los problemas y ellos se reflejan en la actitud de las personas. Irritabilidad, desconfianza o ira son actitudes que se vuelven comunes. No obstante los inconvenientes que la gente puede vivir en La Habana, parece que está más dispuesta a sonreír a la vida, por ello que personas te aborden amablemente en la calle no es algo para preocuparse.
En CDMX la reacción natural al hecho de que algún extraño se te aproxime es desconfianza o miedo, asumes que sus intenciones son dañarte o despojarte de algo. En cambio, aquí la reacción natural va más hacia la cortesía, porque una plática puede nacer de la nada en el malecón y devenir en un buen rato sin que ello represente riesgo alguno.
Mi impresión es que el habanero anhela que su vida mejore, con o sin la Revolución, con o sin los Castro, con o sin Estados Unidos. Vine en busca de los vestigios de la gran ciudad colonial, de la gran ciudad fortificada y de la urbe cosmopolita con la mejor vida nocturna de la primera mitad del siglo XX. Vine a la ciudad donde la música de cada rincón y el olor a tabaco se mezclan con la atmósfera. De muchas de esas cosas todavía queda mucho, de otras solo rastros, no obstante mi mayor descubrimiento fue otro.
A pesar de los problemas, y a pesar de que te atosiguen por la calle ofreciéndote puros no originales y te cobren hasta lo que no les pides, cada habanero y habanera es en cierta forma una persona encantadora.