La más reciente película de Alfonso Cuarón es la más mediática de México en el último año, las razones para ello pueden ser varias: por su plataforma de difusión (Netflix), por los inconvenientes que en las calles el director y su equipo enfrentaron (estos originados en incompetencia y corrupción burocrática de la entonces delegación Cuauhtémoc) o bien por la acogida en festivales y premiaciones. Filias y fobias aparte, la cinta puede ser interpretada como un enorme entramado de dualidades.
Protagonizada por Cleo (Yalitza Aparicio), cuenta la historia de una sirvienta o trabajadora doméstica que labora para una familia de clase media-alta residente de Roma, uno de los más emblemáticos barrios de la capital mexicana. Allí está al servicio de Sofía (Marina De Tavira), sus 4 hijos, su madre Teresa (Verónica García) y su esposo (Fernando Grediaga), del que eventualmente se termina separando; todo esto entre 1970 y 1971.
El relato da inicio en medio del desempeño cotidiano de la propia Cleo y Adela (Nancy García), la otra empleada de la familia. Descubrimos en pantalla que la rutina de una trabajadora de servicio es un ejercicio agotador, simultáneamente se develan los dramas de los que la vida humana es recipiente. Independientemente de que su ocupación no se perciba como muy sofisticada en el ámbito intelectual, su existencia puede poseer tantos altibajos como la de sus patrones, con el añadido que hay que satisfacer a estos desempeñando su oficio con eficiencia.
Cuarón coloca en el centro de la historia todas esas realidades que desaparecen de la vista en una relación de patrón-empleado, empezando por el conocimiento más básico del personal de servicio, concretamente los datos personales. Cuando Cleo está ingresando al hospital para dar a luz, Doña Teresa, madre de Sofía, intenta registrar a su empleada pero no puede proporcionar a los trabajadores del sanatorio ninguna información de ella salvo su nombre porque en realidad desconoce todo de su vida, no sabe nada de aquella persona con la que convive a diario y le facilita la existencia.
Roma visibiliza a aquellos que están ahí y sin embargo no se ven, de los que no se sabe absolutamente nada, aquellos trabajadores invisibles que pueden estar presentes no solo como empleadas domésticas, sino también como policías, porteros, personal de limpia, meseros, garroteros, tenderos, mucamas y un sinnúmero de oficios que requieren que un ser humano consagre su vida a hacer más cómoda la de otro.
Del ruido y el silencio
A pesar de centrarse casi todo el tiempo en un barrio en específico de la Ciudad de México, la película retrata una característica compartida por toda la urbe, el incesante ruido. Esta ciudad está plagada de él todo el tiempo. Proviene de un sinfín de fuentes que a partir de sus sonidos particulares alimentan ese rompecabezas auditivo inabarcable que es la capital mexicana.
El silbato de los afiladores en bicicleta, motores de los automóviles y sus respectivas bocinas, vendedores ambulantes, comerciantes en establecimientos fijos, mercados, niños jugando, bandas de guerra tocando tambores y cornetas, madres y abuelas llamando a hijos y nietos, aviones, música en los radios, transporte público y fiestas, etc. La Ciudad de México es un collage auditivo apocalíptico, surreal y aquellos que la habitamos sabemos que encontrar un momento de calma es postrarse ante un raro hallazgo.
Al respecto, Roma muestra aquellos silencios con los que esta ciudad también convive pero con menos frecuentemente, como aquel en que se ve envuelta Sofía al ver como su esposo se marcha de casa, el de Cleo meditabunda después de que naciera muerta su hija, o bien, el silencio que invade un automóvil en el trayecto de regreso después de un viaje familiar a Tuxpan.
Es preciso resaltar la similitud que presenta Cuarón con Y tu mamá también. En la cinta protagonizada por Gael García y Diego Luna, el trayecto de ida a la playa está lleno de música, charlas, chascarrillos e incluso recitan su manifiesto charolastra a Luisa (Maribel Verdú). El de regreso, por su parte, es muy silencioso según nos cuenta el narrador (Daniel Giménez Cacho). En Roma, en el recorrido de ida a Veracruz, los niños llenan de ruido el vehículo y cantan su deseo de visitar la playa antes de arribar al hotel, en cambio el regreso acontece con sosiego.

Otra categoría de silencio lo encontramos en la casa de la calle Tepeji. Una vez la cinta nos ubica dentro del domicilio, el sonido eterno de la ciudad se desvanece y solo es capaz de resurgir con las conversaciones entre los habitantes del domicilio o el ladrido del perro Borras. Una casa en la ciudad de México representa pausa, un oasis en medio del vértigo sonoro de un área metropolitana que cobija a millones de personas.

Filmada en blanco y negro, Roma está repleta de dualidades. Auditivamente, la del sonido en exceso y la ausencia de este; socialmente la de la relación patrón-empleado, lo visible y lo invisible, la de la devoción femenina en una relación y el machismo que las destruye, tanto para Cleo como para Sofía. Esas contradicciones le permiten a Cuarón retratar a una ciudad, un barrio y una familia a partir de dicotomías, en las que el silencio y lo invisible dicen mucho, significa que hay vida más allá del ruido y lo evidente.